martes, 15 de marzo de 2011

CAPÍTULO SEGUNDO DE LOS DEBERES PARA CON LA SOCIEDAD

I
Deberes para con nuestros padres
Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras
lágrimas, los que sobrellevaron. las miserias e incomodidades de nuestra infancia, los que
consagraron todos sus desvelos a la difícil tarea de nuestra educación y a labrar nuestra
felicidad, son para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen sobre la
tierra.
En medio de las necesidades de todo género a que, sin distinción de personas ni
categorías, está sujeta la humana naturaleza, muchas pueden ser las ocasiones en que un
hijo haya de prestar auxilios a sus padres, endulzar sus penas y aun hacer sacrificios a su
bienestar y a su dicha. Pero ¿podrá acaso llegar nunca a recompensarles todo lo que les
debe?, ¿qué podrá hacer que le descargue de la inmensa deuda de gratitud que para con
ellos tiene contraída? ¡Ah!, los cuidados tutelares de un padre y una madre son de un orden tan elevado y tan
sublime, son tan cordiales, tan desinteresados, tan constantes, que en nada se asemejan a los
demás actos de amor y benevolencia que nos ofrece el corazón del hombre y sólo podemos
verlos como una emanación de aquellos con que la Providencia cubre y protege a todos los
mortales.
Cuando pensamos en el amor de una madre, en vano buscamos las palabras con
que pudiera pintarse dignamente este afecto incomprensible, de extensión infinita, de
intensidad inexplicable, de inspiración divina; y tenemos que remontarnos en alas del más
puro entusiasmo hasta encontrar a María al pie de la cruz, ofreciendo en medio de aquella
sangrienta escena el cuadro más perfecto y más patético del amor materno. ¡ Sí!, allí está
representado este sentimiento como él es, allí está divinizado; y allí está consagrado el
primero de los títulos que hacen de la mujer un objeto tan digno y le dan tanto derecho a La consideración del hombre!
El amor y los sacrificios de una madre comienzan desde que nos lleva en su seno.
¡ Cuántos son entonces sus padecimientos físicos, cuántas sus privaciones por conservar la
vida del hijo que la naturaleza ha identificado con su propio ser, y a quien ya ama con
extremo antes de que sus ojos le hayan visto!
¡ Cuánto cuidado en sus alimentos, cuánta solicitud y esmero en todos los actos de
su existencia física y moral, por fundar desde entonces a su querida prole una salud robusta
y sana, una vida sin dolores! El padre cuida de su esposa con más ternura que nunca, vive
preocupado de los peligros que la rodean, la acompaña en sus privaciones, la consuela en
sus sufrimientos, y se entrega con ella a velar por el dulce fruto de su amor. Y en medio de
la inquietud, y de las gratas ilusiones que presenta este cuadro de temor y de esperanza, es
más que nunca digno de notarse cuán ajenos son de un padre y de una madre los fríos y
odiosos cálculos del egoísmo. Si el hijo que esperan se encuentra tan distante de la edad en
que puede serles útil; si para llegar a ella les ha de costar tantas zozobras, tantas lágrimas y
tantos sacrificios; si una temprana muerte puede, en fin, llegar a arrebatarlo a su cariño,
haciendo infructuosos todos sus cuidados e ilusorias todas sus esperanzas, ¿qué habrá que
no sea noble y sublime en esa ternura con que ya le aman y se preparan a colmarle de
caricias y beneficios? Nada más conmovedor, nada más bello, y ninguna prueba más
brillante de que el amor de los padres es el afecto más puro que puede albergar en el
corazón humano.
¡Nace al fin el hijo, a costa de crueles sufrimientos, y su primera señal de vida es
un gemido, como si el destino asistiera allí a recibirle en sus brazos, a imprimir en su frente
el sello del dolor que ha de acompañarle en su peregrinación de la cuna al sepulcro! Los
padres lo rodean desde luego, le saludan con el ósculo de bendición, le prodigan sus caricias, protegen su debilidad y su
inocencia y allí comienza esa serie de cuidados exquisitos, de contemplaciones,
condescendencias y sacrificios, que triunfan de todos los obstáculos, de todas las vicisitudes
y aun de la misma ingratitud, y que no terminan sino con la muerte.
Nuestros primeros años roban a nuestros padres toda su tranquilidad y los privan a
cada paso de los goces y comodidades de la vida social. Durante aquel período de nuestra
infancia en que la naturaleza nos niega la capacidad de atender por nosotros mismos a
nuestras necesidades, y en que, demasiado débiles e impresionables nuestros órganos,
cualquier ligero accidente puede alterar nuestra salud y aún comprometerla para siempre,
sus afectuosos y constantes desvelos suplen nuestra impotencia y nos defienden de los
peligros que por todas partes nos rodean. ¡ Cuántas inquietudes, cuántas alarmas, cuántas
lágrimas no les cuestan nuestras dolencias! ¡ Cuánta vigilancia no tienen que poner a
nuestra imprevisión!
¡ Cuán inagotable no debe ser su paciencia para cuidar de nosotros y procurar nuestro bien,
en la lucha abierta siempre con la absoluta ignorancia y la voluntad caprichosa y turbulenta
de los primeros años! ¡ Cuánta consagración, en fin, y cuánto amor para haber de
conducirnos por entre tantos riesgos y dificultades, hasta la edad en que principia a
ayudarnos nuestra inteligencia!
Apenas descubren en nosotros un destello de razón, ellos se apresuran a dar
principio a la ardua e importante tarea de nuestra educación moral e intelectual; y son ellos
los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las cuales nos sirven de base para
todos los conocimientos ulteriores, y de norma para emprender el espinoso camino de la
vida.
Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. ¡ Qué sublime, qué augusta, qué
sagrada aparece entonces la misión de un padre y de una madre! El corazón rebosa de
gratitud y de ternura, al considerar que fueron ellos los primeros que nos hicieron formar
idea de ese ser infinitamente grande, poderoso y bueno, ante el cual se prosterna el universo
entero, y nos enseñaron a amarle, a adorarle y a pronunciar sus alabanzas. Después que nos
hacen saber que somos criaturas de ese ser imponderable, ennobleciéndonos así ante
nuestros propios ojos y santificando nuestro espíritu, ellos no cesan de proporcionarnos
conocimientos útiles de todo género, con los cuales vamos haciendo el ensayo de la vida y
preparándonos para concurrir al total desarrollo de nuestras facultades.
En el laudable y generoso empeño o de enriquecer nuestro corazón de virtudes, y nuestro entendimiento de ideas útiles a nosotros mismos y a
nuestros semejantes, ellos no omiten esfuerzo alguno para proporcionarnos la enseñanza.
Por muy escasa que sea su fortuna, aun cuando se vean condenados a un recio trabajo
personal para ganar el sustento, ellos siempre hacen los gastos indispensables para
presentarnos en los establecimientos de educación, proveemos de libros y pagar nuestros
maestros. ¡Y cuántas veces vemos a estos mismos padres someterse gustosos a toda especie
de privaciones, para impedir que se interrumpa el curso de nuestros estudios!
Terminada nuestra educación, y formados ya nos. otros a costa de tantos desvelos
y sacrificios, no por eso nuestros padres nos abandonan nuestras propias fuerzas. Su sombra
protectora y benéfica nos cubre toda la vida, y sus cuidados, como ya hemos dicho, no se
acaban sino con la muerte. Si durante nuestra infancia, nuestra niñez y nuestra juventud,
trabajaron asiduamente para alimentamos, vestirnos, educarnos y facilitarnos toda especie
de goces inocentes, ellos no se desprenden en nuestra edad madura de la dulce tarea de
hacernos bien; recibiendo, por el contrario, un placer exquisito en continuar prodigándonos
sus beneficios, por más que nuestros elementos personales, que ellos mismos fundieron,
nos proporcionen ya los medios de proveer a nuestras necesidades.
Nuestros padres son al mismo tiempo nuestros primeros y más sinceros amigos,
nuestros naturales consultores, nuestros leales confidentes. El egoísmo, la envidia, la
hipocresía, y todas las demás pasiones tributarias del interés personal, están excluidas de
sus relaciones con nosotros; así es que nos ofrecen los frutos de su experiencia y de sus
luces, sin reservarnos nada, y sin que podamos jamás recelarnos de que sus consejos vengan envenenados por la perfidia o el engaño. Las lecciones que han
recibido en La escuela de la vida, los descubrimientos que han hecho en las ciencias y en
las artes, los secretos útiles que poseen, todo es para nosotros, todo nos lo transmiten, todo
lo destinan siempre a la obra predilecta de nuestra felicidad. Y silos vemos aún en edad
avanzada trabajar con actividad y con ahínco en la conservación y adelanto de sus
propiedades, fácil es comprender que nada los mueve menos, que el provecho que puedan
obtener en favor de una vida que ya van a abandonar: ¡ sus hijos! sí, el porvenir de sus
queridos hijos, he aquí su generoso móvil, he aquí el estímulo que les da fuerzas en la
misma ancianidad.
Si, pues, son tantos y de tan elevada esfera los beneficios que recibimos de
nuestros padres, si su misión es tan sublime y su amor tan grande, ¿ cuál será la extensión
de nuestros deberes para con ellos? ¡ Desgraciado de aquel que al llegar al desarrollo de su
razón, no la haya medido ya con la noble y segura escala de la gratitud! Porque a la verdad,
el que no ha podido comprender para entonces todo lo que debe a sus padres, tampoco
habrá comprendido lo que debe a Dios; y para las almas ruines y desagradecidas no hay
felicidad posible ni en esta vida ni en la otra.
La piedad filial es por otra parte uno de los sentimientos que más honran y
ennoblecen el corazón humano, y que más lo disponen a la práctica de todas las grandes
virtudes. Tan persuadidos vivimos de esta verdad, que para juzgar de la índole y del valor
moral de la persona que nos importa conocer, desde luego investigamos su conducta para
con sus padres, y si encontramos que ella es buena, va se despierta en nosotros una fuerte
simpatía y un sentimiento profundo de estimación y de benevolencia.
Cuando él amoroso padre va a dar a la hija de su corazón un compañero de su
suerte, sus inquietudes se calman y su ánimo se conforta, si en trance tan solemne puede
exclamar: ¡ Es un buen hijo! .. . Y así compendia y expresa, de la manera más tierna y
elocuente, todo lo que hay de grande y de sublime en la piedad filial.
Debemos, pues, gozarnos en el cumplimiento de los deberes que nos han impuesto
para con nuestros padres las leyes divinas y la misma naturaleza. Amarlos, honrarlos,
respetarlos y obedecerlos, he aquí estos grandes y sagrados deberes, cuyo sentimiento se
desarrolla en nosotros desde el momento en que podemos darnos cuenta de nuestras
percepciones, y aun antes de haber llegado a la edad en que recibimos las inspiraciones de
la reflexión y la conciencia.
En todas ocasiones debe sernos altamente satisfactorio testificarles nuestro amor
con las demostraciones más cordiales y expresivas; pero cuando se encuentran combatidos
por la desgracia, cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado de
impotencia en que tanto necesitan de nuestra solicitud y nuestros auxilios, recordemos
cuánto les debemos, consideremos qué no harían ellos por aliviarnos a nosotros y con
cuánta bondad sobrellevarían nuestras miserias, y no les reservemos nada en sus
necesidades, ni creamos nunca que hemos empleado demasiado sufrimiento en las
incomodidades que nos ocasionen sus cansados años. Este acendrado amor debe
naturalmente conducirnos a cubrirlos siempre de honra, contribuyendo por cuantos medios
estén a nuestro alcance a su estimación social, y ocultando cuidadosamente de los extraños
las faltas a que como seres humanos pueden estar sujetos, porque la gloria del hijo es el
honor al padre.
Nuestro respeto debe ser profundo e inalterable, sin que podamos jamás
permitirnos la más ligera falta que lo profane, aun cuando lleguemos a encontrarlos alguna vez apartados de la senda de
la verdad y de la justicia, y aun cuando la desgracia los haya condenado a la demencia, o a
cualquier otra situación lamentable que los despoje de la consideración de los demás.
Siempre son nuestros padres, y a nosotros no nos toca otra cosa que compadecerlos, llorar
sus miserias, y colmarlos de atenciones delicadas y de contemplaciones. Y respecto de
nuestra obediencia, ella no debe reconocer otros límites que los de la razón y la moral;
debiendo hacerles nuestras observaciones de una manera dulce y respetuosa, siempre que
una dura necesidad nos obligue a separarnos de sus preceptos. Pero guardémonos de
constituirnos inconsiderada y abusivamente en jueces de estos preceptos, los cuales serán
rara vez de tal naturaleza que, puedan justificar nuestra resistencia, sobre todo en nuestros
primeros años, en que sería torpe desacato el creernos capaces de juzgar.
Hállase, en fin, comprendido en los deberes de que tratamos, el respeto a nuestros
mayores, especialmente a aquellos a quienes la venerable senectud acerca ya al término de
la vida y les da derecho a las más rendidas y obsequiosas atenciones. También están aquí
comprendidas nuestras obligaciones para con nuestros maestros, a quienes debemos arriar.
obediencia y respeto, como delegados que son de nuestros padres en el augusto ministerio
de ilustrar nuestro espíritu y formar nuestro corazón en el honor y la virtud. Si en medio de
la capacidad y la indolencia de nuestros primeros años, podemos a veces desconocer todo
lo que debemos a nuestros maestros, y cuánta influencia ejercen sus paternales desvelos en
nuestros futuros destinos, el corazón debe volver a ellos en la efusión de la más pura
gratitud, y rendirles todos los homenajes que le son debidos, desde que somos capaces de distinguir los rasgos que caracterizan a nuestros
verdaderos amigos y bienhechores.
¡ Cuán venturosos días debe esperar sobre la tierra el hijo amoroso y obediente, el
que ha honrado a los autores de su existencia, el que los ha socorrido en el infortunio, el
que los ha confortado en su ancianidad! Los placeres del mundo serán para él siempre
puros como en la mañana de la vida: en la adversidad encontrará los consuelos de la buena
conciencia, y aquella fortaleza que desarma las iras de la fortuna, y nada habrá para él más
sereno y tranquilo que la hora de la muerte, seguro como está de haber hecho el camino de
la eternidad a la sombra de las bendiciones de sus padres. En aquella hora suprema, en que
ha de dar cuenta al Creador de todas sus acciones, los títulos de un buen hijo aplacarán la justicia divina y le alcanzarán misericordia.

II
Deberes para con la patria
Nuestra patria, generalmente hablando, es toda aquella extensión de territorio
gobernada por las mismas leyes que rigen en el lugar en que hemos nacido, donde
formamos con nuestros conciudadanos una gran sociedad de intereses y sentimientos
nacionales.
Cuanto hay de grande, cuanto hay de sublime, se encuentra comprendido en el
dulce nombre de patria; y nada nos ofrece el suelo en que vimos la primera luz, que no esté
para nosotros acompañado de patéticos recuerdos, y de estímulos a la virtud, al heroísmo y
a la gloria. Las ciudades, los pueblos, los edificios, los campos cultivados, y todos los
demás signos y monumentos de la vida social, nos representan a nuestros antepasados y sus
esfuerzos generosos por el bienestar y la dicha de su posteridad, la infancia de nuestros
padres, los sucesos inocentes y sencillos que forman la pequeña y siempre querida historia
de nuestros primeros años, los talentos de nuestras celebridades en las ciencias y en las
artes, los magnánimos sacrificios y las proezas de nuestros grandes hombres, los placeres,
en fin, y los sufrimientos de una generación que pasó y nos dejó sus hogares, sus riquezas y
el ejemplo de sus virtudes...Los templos, esos lugares santos y venerables, levantados por la piedad y el
desprendimiento de nuestros compatriotas, nos traen constantemente el re-cuerdo de los
primeros ruegos y alabanzas que dirigimos al Creador, cuando el celo de nuestros padres
nos condujo a ellos por vez primera; contemplando con una emoción indefinible, que
también ellos desde niños elevaron allí su alma a Dios y le rindieron culto.
Nuestras familias, nuestros parientes, nuestros amigos, todas las personas que nos
vieron nacer, que desde nuestra infancia conocen y aprecian nuestras cualidades, que nos
aman y forman con nosotros una comunidad de afectos, goces, penas y esperanzas, todo
existe en nuestra patria, todo está en ella reunido; y en ella está vinculado nuestro porvenir
y el de cuantos objetos nos son caros en la vida.
Después de estas consideraciones, fácil es comprender que a nuestra patria todo lo
debemos. En sus días serenos y bonancibles, en que nos brinda sólo placeres y contento, le
manifestaremos nuestro amor guardando fielmente sus leyes y obedeciendo a sus
magistrados; prestándonos a servirla en los destinos públicos, donde necesita de nuestras
luces y de nuestros desvelos para la administración de los negocios del Estado;
contribuyendo con una parte de nuestros bienes al sostenimiento de los empleados que son
necesarios para dirigir la sociedad con orden y con provecho de todos, de los ministros del
culto, de los hospitales y demás establecimientos de beneficencia donde se asilan los
desvalidos y desgraciados; y en general, contribuyendo a todos aquellos objetos que
requieren la cooperación de todos los ciudadanos.
Pero en los momentos de conflicto, cuando la seguridad pública está amenazada,
cuando la patria nos llama en su auxilio, nuestros deberes se aumentan con otros de un orden muy superior. Entonces patria cuenta con todos sus hijos sin
limitación y sin reserva: entonces los gratos recuerdos adheridos a nuestro suelo, los
sepulcros venerados de nuestros antepasados, los monumentos de sus virtudes, de su
grandeza y de su gloria, nuestras esperanzas, nuestras familias indefensas, los ancianos, que
fijan en nosotros su mirada impotente y acongojada y nos contemplan como sus salvadores,
todo viene entonces a encender en nuestros pechos el fuego sagrado del heroísmo, y a
inspirarnos aquella abnegación sublime que conduce al hombre a los peligros y a la
inmortalidad. Nuestro reposo, nuestra fortuna, cuanto poseemos, nuestra vida misma
pertenece a la patria en sus angustias, pues nada nos es lícito reservarnos en común
conflicto.
Muertos nosotros en defensa de la sociedad en que hemos nacido, ahí quedan
nuestras queridas familias y tantos inocentes a quienes habremos salvado, n cuyos pechos,
inflamados de gratitud, dejaremos un recuerdo imperecedero que se irá transmitiendo de
generación en generación ahí queda la historia de nuestro país, que inscribirá nuestros
nombres en el catálogo de sus bienhechores: ahí queda a nuestros descendientes y a
nuestros conciudadanos todos, un noble ejemplo que imitar y que aumentará los recuerdos
que hacen tan querido el suelo natal. Y respecto de nosotros, recibiremos sin duda en el
Cielo el premio de nuestro sacrificio; porque nada puede ser más recomendable ante los
ojos de Dios justiciero que ese sentimiento en extremo generoso y magnánimo, que nos
hace preferir la salvación de la patria nuestra propia existencia.

III
Deberes para con nuestros semejantes
No podríamos llenar cumplidamente el suprema deber de amar a Dios, sin amar
también a los demás hombres, que son como nosotros criaturas suyas, descendientes de
unos mismos padres y redimidos todos en una misma cruz; y este amor sublime, que torma
el divino sentimiento de la caridad cristiana, es el fundamento de todos los deberes que
tenemos para con nuestros semejantes, así como es la base de las más eminentes virtudes
sociales.
La Providencia, que en sus altas miras ha querido estrechar a los hombres sobre
la tierra, con fuertes vínculos que establezcan y fomenten la armonía que debe reinar en la
gran familia humana, no ha permitido que sean felices en el aislamiento, ni que encuentren
en él los medios de satisfacer sus más urgentes necesidades. Las condiciones indispensables
de la existencia los reúnen en todas partes so pena de perecer a manos de las
fieras, de la inclemencia o de las enfermedades; y donde quiera que se ve una reunión de
seres humanos, desde las más suntuosas poblaciones hasta las humildes cabañas de las tribus salvajes, hay un espíritu de
mutua benevolencia, de mutua consideración, de mutuo auxilio, más o menos desarrollado
y perfecto, según es la influencia que en ellas han podido ejercer los sanos y civilizadores
principios de la religión y de la verdadera filosofía.
Fácil es comprender todo lo que los demás hombres tienen derecho a esperar de
nosotros, al sólo considerar cuán necesarios nos son ellos a cada paso para poder
sobrellevar las miserias de la vida, contrarrestar los embates de la desgracia, ilustrar nuestro
entendimiento y alcanzar, en fin, la felicidad, que es el sentimiento innato del corazón
humano. Pero el hombre generoso, el hombre que obedece a las sagradas inspiraciones de
la religión y de la filantropía, el que tiene la fortuna de haber nutrido su espíritu en las
claras fuentes de la doctrina evangélica, siente en su corazón más nobles y elevados
estímulos para amar a sus semejantes, para extenderles una mano amiga en sus conflictos, y
aun para hacer sacrificios a su bienestar y a la mejora de su condición social. De aquí las
grandes virtudes cívicas, de aquí el heroísmo, de aquí el martirio de esos santos varones,
que en su misión apostólica han despreciado la vida por sacar a los hombres, de las
tinieblas de la ignorancia y de la idolatría, atravesando los desiertos y penetrando en los
bosques por en medio de los peligros y la muerte, sin más armas que las palabras de
salvación, sin más aspiraciones que la gloria de Dios y el bien y la felicidad de sus
semejantes.
La benevolencia, que une los corazones con los dulces lazos de la amistad y la
fraternidad, que establece las relaciones que forman la armonía social, y ennoblece todos
los estímulos que nacen de las di versas condiciones de la vida; y la beneficencia, que asemejando al hombre a su Creador, le inspira todos los sentimientos generosos que llevan
el consuelo y la esperanza al seno mismo de la desgracia, y triunfan de los ímpetus brutales
del odio y la venganza. he aquí los dos grandes deberes que tenemos para con nuestros
semejantes, de los cuales emanan todas las demás prescripciones de la religión y la moral,
que tienen por objeto conservar el orden, la paz y la concordia entre los hombres, como los
únicos medios que pueden asegurarles la felicidad en su corta mansión sobre la tierra, y
sembrarles de virtudes y merecimientos el estrecho camino de la vida futura.
Digno es aquí de contemplarse cómo la soberana bondad que Dios ha querido
manifestar en todas sus obras, ha encaminado estos deberes a nuestro propio bien, haciendo
al mismo tiempo de ellos una fuente inagotable de los más puros y exquisitos placeres.
Debemos amar a nuestros semejantes, respetarlos, honrarlos, tolerar y ocultar sus miserias y
debilidades: debemos ayudarlos a ilustrar su entendimiento y a formar su corazón para la
virtud: debemos socorrerlos en sus necesidades, perdonar sus ofensas, y en suma, proceder
para con ellas de la misma manera que deseamos que ellos procedan para con nosotros.
Pero, ¿pueden acaso concebirse sensaciones más gratas, que aquellas que experimentamos
en el ejercicio de estos deberes? Los actos de benevolencia derraman en el alma un copioso
raudal de tranquilidad y de dulzura, que apagando el incendio de las pasiones, nos ahorra
las heridas punzantes y atormentadoras de una conciencia impura, y nos prepara los
innumerables goces con que nos brinda la benevolencia de los demás. El hombre malévolo,
el irrespetuoso, el que publica las ajenas flaquezas, el que cede fácilmente a los arranques
de la ira, no sólo vive privado de tan gratas emociones y expuesto a cada paso a los furores
de la venganza, sino que,devorado por los remordimientos, de que ningún mortal puede libertarse, por más que haya
conseguido habituarse al mal, arrastra una existencia miserable, y lleva siempre en su
interior todas las inquietudes y zozobras de esa guerra eterna que se establece entre el
sentimiento del deber, que como emanación de Dios jamás se extingue, y el desorden de
sus pasiones sublevadas, a cuya torpe influencia ha querido esclavizarse.
¿Y cómo pudiéramos expresar dignamente las sublimes sensaciones de la
beneficencia? Cuando tenemos la dicha de hacer bien, a nuestros semejantes, cuando
respetamos los fueros de la desgracia, cuando enjugamos las lágrimas del desvalido, cuando
satisfacemos el hambre, o templamos la sed, o cubrimos la desnudez del infeliz que llega a
nuestras puertas, cuando llevamos el consuelo al oscuro lecho del mendigo, cuando
arrancamos una víctima al infortunio, nuestro corazón experimenta siempre un placer tan
grande, tan intenso, tan indefinible,! que no alcanzarían a explicarlo las más vehementes
expresiones del sentimiento. Es al autor de un beneficio al que está reservado comprender
la naturaleza y extensión de los goces que produce; y si hay algún mortal que pueda leer en
su frente y concebir sus emociones, es el desgraciado que lo recibe y ha podido medir en su
dolor la grandeza del alma que le protege y le consuela.
Lo mismo debe decirse del deber soberanamente moral y cristiano de perdonar a
nuestros enemigos, y de retribuirles sus ofensas con actos sinceros en que resplandezca
aquel espíritu de amor magnánimo, de que tan alto ejemplo nos dejó el Salvador del
mundo. Tan sólo el rendido, cuyo enemigo le alarga una mano generosa al caer a sus pies y
el que en cambio de una injuria ha llegado a recibir un beneficio, pueden acaso comprender
los goces sublimes que experimenta el alma noble que perdona; y bien pudiera decirse que
aquel que todavía no ha perdonado a un enemigo, aun no conoce el mayor de los placeres
de que puede disfrutar el hombre sobre la tierra. El estado del alma, después que ha
triunfado de los ímpetus del rencor y del odio y queda entregada a la dulce calma que
restablece en ella el imperio de la caridad evangélica, nos representa el cielo despejado y
sereno que se ofrece a nuestra vista, alegrando a los mortales y a la naturaleza entera, después de los horrores de la
tempestad. El hombre vengativo, lleva en sí mismo todos los gérmenes de la desesperación
y la desgracia: en el corazón del hombre clemente y generoso reinan la paz y el contento,
y nacen y fructifican todos los grandes sentimientos.
"La primera palestra de la virtud es el hogar paterno” ha dicho un célebre
moralista; y esto nos indica cuán solícitos debemos ser por el bien y la honra de nuestra
familia. El que en el seno de la vida doméstica, ama y protege a sus hermanos y demás
parientes, y ve en ellos las personas que después de sus padres son las más dignas de sus
respe tos y atenciones, no puede menos que encontrar allanado y fácil el camino de las
virtudes sociales, y hacerse apto para dar buenos ejemplos a sus hijos, y para regir
dignamente la familia a cuya cabeza le coloquen sus futuros destinos. El que sabe guardar
las consideraciones domésticas, guardará mejor las consideraciones sociales; pues la
sociedad no es otra cosa que una ampliación de la propia familia. ¡ Y bien desgraciada
debe ser la suerte de aquel que desconozca la especialidad de estos deberes!, porque los
extraños, no pudiendo esperar nada del que ninguna preferencia concede a los suyos, le
mirarán como indigno de su estimación, y llevará una vida errante y solitaria en medio de
los mismos hombres.
Y si tan sublimes son estos deberes cuando los ejercemos sin menoscabo de
nuestra hacienda, de nuestra tranquilidad, y sin comprometer nuestra existencia, ¿a cuánta
altura no se elevará el corazón del hombre que por el bien de sus semejantes arriesga su
fortuna, sus comodidades y su vida misma? Estos son los grandes hechos que proclama la
historia de todas las naciones y de todos los tiempos, como los timbres gloriosos de
aquellos héroes sin mancha a quienes consagra el título imperecedero de bienhechores de la humanidad; y es en su
abnegación y e su ardiente amor a los hombres, donde se refleja aquel amor incomparable
que condujo al divino Redentor a morir en los horrores del más bárbaro suplicio.
Busquemos, pues, en la caridad cristiana la fuente de todas las virtudes sociales:
pensemos siempre que no es posible amar a Dios sin amar también al hombre, que es su
criatura predilecta, y que la perfección de este amor está en la beneficencia y en el perdón a
nuestros enemigos; y veamos en la práctica de estos deberes, no sólo el cumplimiento de
mandato divino, sino el más poderoso medio de conservar el orden de las sociedades,
encaminándola a los altos fines de la creación, y de alcanzar la tranquilidad y la dicha que nos es dado gozar en es mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario