martes, 15 de marzo de 2011

CAPÍTULO TERCERO DE LOS DEBERES PARA CON NOSOTROS MISMOS

Si hemos nacido para amar y adorar a Dios, y para aspirar a más altos destinos que
los que nos ofrece esta vida precaria y calamitosa: si obedeciendo los impulsos que
recibimos de aquel Ser infinitamente sabio, origen primitivo de todos los grandes
sentimientos, nos debemos también a nuestros semejantes y en especial a nuestros padres, a
nuestra familia y a nuestra patria; y si tan graves e imprescindibles son las funciones que
nuestro corazón y nuestro espíritu tienen que ejercer para corresponder dignamente a las
miras del Creador, es una consecuencia necesaria y evidente que nos encontramos
constituidos en el deber de instruirnos, de conservarnos y de moderar nuestras pasiones.
La importancia de estos deberes está implícitamente reconocida en el simple
reconocimiento de los demás deberes, los cuales nos sería imposible cumplir si la luz del
entendimiento no nos guiase en todas nuestras operaciones, si no cuidásemos de nuestra salud y nos fuese lícito aniquilar nuestra existencia, y si no trabajásemos constantemente
en precaver nos de la ira, de la venganza, de la ingratitud, y de todos los demás
movimientos irregulares a que desgraciadamente está sujeto el corazón humano.
¿Cómo podríamos concebir la grandeza de Dios sin detenernos con una mirada
inteligente a contemplar la magnificencia de sus obras, y a admirar en el espectáculo de la
naturaleza todos los portentos y maravillas que se ocultan a la ignorancia? Sin ilustrar
nuestro entendimiento, sin adquirir por lo me nos aquellas nociones generales que son la
base de todos los conocimientos, y la antorcha que nos ilumina en el sendero de la
perfección moral, ¿cuán confusas y oscuras no serían nuestras ideas acera de nuestras
relaciones con la Divinidad, de los verdaderos caracteres de la virtud y del vicio, de la
estructura y fundamento de las sociedades humanas, y de los medios de felicidad con que la
Providencia ha favorecido en este mundo a sus criaturas? El hombre ignorante es un ser
esencialmente limitado en todo lo que mira a las funciones de la vida exterior, y
completamente nulo para los goces del alma, cuando replegada está sobre sí misma y a
solas con las inspiraciones de la ciencia, medita, reflexiona, rectifica sus ideas y,
abandonando el error, causa eficiente de todo mal, entra en posesión de la verdad, que es el
principio de todo bien. La mayor parte de las desgracias que afligen a la humanidad, tienen
su origen en la ignorancia; y pocas veces llega un hombre al extremo de la perversidad, sin
que en sus primeros pasos, o en el progreso del vicio, haya sido guiado por ideas erróneas,
por principios falsos, o por el desconocimiento absoluto de sus deberes religiosos y
sociales. Grande sería nuestro asombro, y crecería desde luego en nosotros el deseo de
ilustrarnos, si nos fuese dable averiguar por algún medio, cuántos de esos infelices que han perecido en los patíbulos, hubieran
podido llegar a ser, mejor instruidos, hombres virtuosos y ciudadanos útiles a su patria. La
estadística criminal podría con mayor razón llamarse entonces la estadística de a
ignorancia; y vendríamos a reconocer que el hombre, la obra más querida del Creador, no
ha recibido por cierto una organización tan depravada como parece de los desórdenes a que
de continuo se entrega, y de las perturbaciones y estragos que estos desórdenes causan en
las familias, en las naciones en el mundo entero.
La ignorancia corrompe con su hálito impuro tolas fuentes de la virtud, todos los
sentimientos el corazón, y convierte muchas veces en daño del individuo y de la sociedad
las más bellas disposiciones naturales. Apartándonos del conocimiento de lo verdadero y de
lo bueno, y gastando en nosotros tolos resortes del sistema sensible, nos entrega a torpes
impulsos de la vida material, que es la de los errores, de la degradación y de los críes. Por el
contrario, la ilustración no sólo aprovecha todas las buenas dotes con que hemos nacido, y
nos encamina al bien y a la felicidad, sino que iluminando nuestro espíritu, mostrándonos el
crimen en toda su enormidad y la virtud en todo su esplendor, endereza nuestras malas
inclinaciones, consume en su llama nuestros malos instintos, y conquista para Dios y para
la sociedad muchos corazones que, formados en la oscuridad de la ignorancia, hubieran
dado frutos de escándalo, de perdición y de ignominia.
En cuanto al deber de la propia conservación, la naturaleza misma nos indica
hasta qué punto es importante cumplirlo, pues el dolor, que martiriza nuestra carne y enerva
nuestras fuerzas, nos sale siempre al frente al menor de nuestros excesos y extravíos. La salud y la robustez del cuerpo son absolutamente indispensables para
entregamos, en calma y con provecho, a todas las operaciones mentales que nos dan por
resultado la instrucción en todos los ramos del saber humano; y sin salud y robustez en
medio de angustias y sufrimientos, tampoco nos es dado entregarnos a contemplar los
atributos divinos, a rendir al Ser Supremo los homenajes que le debemos, a corresponder a
nuestros padres sus beneficios, a servir a nuestra familia y a nuestra patria, a prestar apoyo
al menesteroso, a llenar, en fin, ninguno de los deberes que constituyen nuestra noble
misión sobre la tierra.
A pesar de todas las contradicciones que experimentamos en este mundo, a pesar
de todas las amarguras y sinsabores a que vivimos sujetos, la religión nos manda creer que
la vida es un bien; y mal podríamos calificarla de otro modo, cuando además de ser el
primero de los dones del Cielo, a ella está siempre unido un sentimiento innato de felicidad,
que nos hace ver en la muerte la más grande de todas las desgracias. Y silos dones de los
hombres, silos presentes de nuestros amigos, nos vienen siempre con una condición
implícita de aprecio y conservación, que aceptamos gustosamente, ¿qué cuidados podrían
ser excesivos en la conservación de la vida que recibimos de la misma mano de Dios como
el mayor de sus beneficios? Ya se deja ver que el sentimiento de la conservación obra
generalmente por sí solo en el cumplimiento de este deber; pero las pasiones lo subyugan
con frecuencia, y cerrando nosotros los ojos al siniestro aspecto de la muerte, divisada
siempre a lo lejos en medio de las ilusiones que nacen de nuestros extravíos,
comprometemos estérilmente nuestra salud y nuestra existencia, obrando así contra todos
los principios morales y sociales, y contra todos los deberes para cuyo cumplimiento
estamos en la necesidad imperiosa de conservarnos. La salud del cuerpo sirve también de base a la
salud del alma; y es un impío el que se entrega a los placeres deshonestos que la quebrantan
y destruyen, o a los peligros de que no ha de derivar ningún provecho para la gloria de Dios
ni para el bien de sus semejantes.
En cuanto a los desgraciados que atentan contra su vida tan sólo con el fin
de abandonarla, son excepciones monstruosas, hijas de la ignorancia y de la más espantosa
depravación de las costumbres. El hombre que huye de la vida por sustraerse a los rigores
del infortunio, es el último y el más degradado de todos los seres: extraño a las más
heroicas virtudes y por consiguiente al valor y a la resignación cristiana, tan sólo consigue
horrorizar a la humanidad y cambiar los sufrimientos del mundo, que dan honor y gloria y
abren las puertas de la bienaventuranza, por los sufrimientos eternos que infaliblemente
prepara la justicia divina a los que así desprecian los bienes de la Providencia, sus leyes
sacrosantas, sus bondadosas promesas de una vida futura, y su emplazamiento para ante
aquel tribunal supremo, cuyos decretos han de cumplirse en toda la inmensidad de los
siglos. Entre las piadosas creencias populares, hijas de la caridad, aparece la de que ningún
hombre puede recurrir al suicidio en la plena posesión de sus facultades intelectuales; y a la
verdad, nada debe sernos más grato que el suponer que esos desgraciados no han podido
medir toda la enormidad de su crimen, y el esperar que Dios haya mirado con ojos de
misericordia y clemencia el hecho horrendo con que han escandalizado a los mortales. Sin
embargo, rara será la vez que haya tenido otro origen más que el total abandono de las
creencias y de los deberes religiosos.
Réstanos recomendar por conclusión, el tercer deber que hemos apuntado: el de
moderar nuestras pasiones. Excusado es sin duda detenernos ya a pintar con todos sus colores las desgracias
y calamidades a que habrán de conducirnos nuestros malos instintos, si no tenemos la
fuerza bastante para reprimirlos, cuando, como hemos visto, ellos puede arrastrarnos aun al
más horroroso de los crímenes, que es el suicidio. En vista de lo que es necesario hacer para
agradar a Dios, para ser buenos hijos y buenos ciudadanos, y para cultivar el hermoso
campo de la caridad cristiana, natural es convenir en la noble tarea de dulcificar nuestro
carácter, y de fundar en nuestro corazón el suave imperio de la continencia, de la
mansedumbre, de la paciencia, de la tolerancia, de la resignación cristiana y de la generosa
beneficencia.
La posesión de los principios religiosos y sociales, y el reconocimiento y la
práctica de los deberes que de ellos se desprenden, serán siempre la ancha base de todas las
virtudes y de las buenas costumbres; pero pensemos que en las contradicciones de la suerte
y en las flaquezas de los hombres, encontraremos a cada paso el escollo de nuestras mejores
disposiciones, y que sin vivir armados contra los arranques de la cólera, del orgullo y del
odio, jamás podremos aspirar a la perfección moral. En las injusticias de los hombres no
veamos sino el reflejo de nuestras propias injusticias; en sus debilidades, el de nuestras
propias debilidades; en sus miserias, el de nuestras propias miserias. Son hombres como
nosotros; y nuestra tolerancia para con ellos será la medida, no sólo de la tolerancia que
encontrarán nuestras propias faltas en este mundo, sino de mayores y más sólidas
recompensas que están ofrecidas a todos nuestros sufrimientos y sacrificios en el seno de la
vida perdurable. El hombre instruido conocerá a Dios, se conocerá a si mismo, y conocerá a
los demás hombres: el que cuide de su salud y de su existencia, vivirá para Dios, para sí mismo y para sus semejantes:
el que refrene sus pasiones comprenderá a Dios, labrará su propia tranquilidad y su propia
dicha, y contribuirá a la tranquilidad y a la dicha de los demás. He aquí, pues,
compendiados en estos tres deberes todos los deberes y todas las virtudes, la gloria de Dios,
y la felicidad de los hombres.

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